martes, 23 de junio de 2009

Las cosas de las personas(,) importantes

El pasado jueves recogí unos cuantos libros que había encargado en mi proveedor oficial.

Y entre el viernes y el sábado, por circunstancias que no vienen al caso, he tenido la oportunidad de leer uno de ellos: La importancia de las cosas, de Marta Rivera de la Cruz, en su primera edición (marzo de 2009) de Planeta (ilustración de la cubierta de Hennie Haworth).

Sé de Marta porque es colaboradora del programa “Al sur de la semana”, en las mañanas de los fines de semana de la COPE. Fue así, por la insistencia del responsable del programa (Rafael Sánchez) en hacerle promoción, como me enteré del libro, y de rebote, del blog de la muchacha.

La novela (no es la primera, y la autora tiene varios premios, incluso fue finalista del Premio Planeta –lo que me recuerda el comentario de no sé quién diciendo lo lince [aunque creo que utilizó otro calificativo] que era Lara, el fundador de Planeta, dando el premio a una novela poco especial, y reservando la buena como finalista, con lo que conseguía vender la primera, pues la segunda ya se vendería por su propia calidad-), la novela, decía, me ha gustado. Me ha gustado cómo está escrita, se lee con interés, te acaba absorbiendo, el tema es original, y al final, si te queda curiosidad, es cuando te das cuenta de que la novela tiene unas 410 páginas.

Veamos, por ejemplo y parcialmente, cómo nos relata y describe la primera visita a una vivienda de alguien que se va a quedar a vivir en ella:

La cocina, de azulejos blancos, era enorme y anticuada, lo mismo que uno de los cuartos de baño. El otro, sin embargo, había sido remozado recientemente, y tenía incluso una ducha con mampara y un bonito juego de grifos de latón. Abrió el del agua caliente, que salió enseguida con una presión alentadora. Había radiadores eléctricos en todas las habitaciones, y también en el pasillo, aunque estaban apagados. Regresó a la cocina, y descubrió que a pesar de la ligera decrepitud del conjunto –el suelo estaba cubierto por un linóleo de feo color naranja, y los azulejos grandes y blancos daban a la pieza un triste aire de hospital– era un lugar cómodo, incluso vagamente apacible: la gran encimera de mármol parecía haberse concebido para amasar pasteles, y los quemadores, que funcionaban con electricidad, estaban tiernamente usados, como si allí se hubiesen concebido decenas y decenas de guisos sabrosos y asados caseros.

La cocina se podría describir más con unas fotos, pero no mejor que con esa frase de que los quemadores “estaban tiernamente usados”. No solo la cocina, sino también sus usuarios han quedado descritos.

A través de su blog me he enterado de que, sin saberlo, le hice un pequeño regalo de cumpleaños: precisamente ese día fue cuando encargué su libro.

Una última observación, esta vez para la editorial. Si bien la reseña en la contraportada de la cubierta es conforme con la novela, lo recogido en la solapa delantera («Mario… son cosas robadas») induce a error sobre el argumento de la misma, y quien la compre por lo ahí escrito podría verse defraudado: no es un thriller, aunque emocione, ni una novela policíaca, aunque se investigue.

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