viernes, 28 de mayo de 2010

... missa est.

Cabalgamos juntos hacia la iglesia. El día se desvanecía tras el campamento turco derramando el último destello sangriento sobre las verdes cúpulas de las iglesias. El emperador Constantino llegó al gran edificio en compañía de todos sus cortesanos, senadores y arcontes, en el orden prescrito por el ceremonial, y cada uno ataviado con las galas acordes a su respectivo rango y cargo. Sin que nadie me lo dijese supe que era la última vez que una sentenciada Bizancio se congregaba para ofrecerse a la muerte.
El bailío venceciano, el Consejo de los Doce y los nobles venecianos se hallaban vestidos también de ceremonial. Los que vinieron de los baluartes llevaban reluciente coraza en vez de las sedas y rasos. Los oficiales de Giustiniani se agrupaban alrededor de éste. Luego vinieron los griegos de Constantinopla en masa para colmar la santa iglesia de Justiniano. En esta hora póstuma acudieron también varios centenares de sacerdotes y monjes, desafiando la interdicción. En presencia de la muerte, toda querella, recelo y odio desaparecía. Todos por igual inclinaban la cabeza ante el inescrutable misterio y de acuerdo con su propia conciencia.
Cientos de velas ardían produciendo una luz tan brillante como la del día. Dulces, aunque poderosas e inefablemente tristes, las efigies de mosaico tendían su mirada desde las áureas paredes. Cuando los himnos sagrados se elevaron al cielo en inmaculada y angélica armonía, hasta los abotargados ojos de Giustiniani se llenaron de lágrimas, que él procedió a secar con ambas manos. Muchos hombres sollozaban.
ardían En presencia de todos nosotros, el emperador confesó sus pecados con palabras que los siglos han santificado. Los latinos se unieron a él en sus plegarias. El Credo fue recitado por el Metropolitano griego, quien omitió las ofensivas palabras «en su único Hijo». El obispo Leonardo repitió el Credo para los latinos. Los griegos en ningún momento mencionaron al papa en sus oraciones. Los latinos, por el contrario, lo incluyeron en ellas. Pero esa noche a nadie parecía molestarle tales diferencias. Todos procedían por acuerdo tácito.
Había tanta gente el el templo que el pan no alcanzaba para todos. Pero cada uno compartió con su vecino el trozo recibido, de forma que todos pudieron conseguir al menos una migaja del sagrado Cuerpo de Cristo. Que el pan tuviese o no tuviese levadura, poco improtaba ahora.
Durante el oficio, que duró varias horas, todos nos hallábamos embargados por un éxtasis intenso, el más maravilloso de cuantos conocí en iglesia alguna.


Créditos:
Transcripción parcial, según traducción de J.A. González, de la anotación correspondiente al día 28 de mayo, de El ángel sombrío, de Mika Waltari, en edición de Círculo de Lectores. (pp. 345-347)

Viñetas que ilustran el momento de los oficios religiosos del 28 de mayo de 1453, de La caída de Constantinopla, historieta de Toppi publicada en la revista Trinca, en su número 32, de 15 de febrero de 1972.

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