sábado, 19 de marzo de 2011

Cuando falta Fe en el Deber

No hace mucho, en una conferencia que di a los estudiantes de Medicina de Valencia, les pintaba el porvenir que espera nuestra profesión, en el sentido que acabo de indicar. El siglo XIX creó el tipo de médico poderoso e hizo desaparecer, rompiéndola en pedazos, la vieja estampa romántica del doctor desinteresado, consejero de todos, abierto a todos los sacrificios, sin otra recompensa que la conciencia del deber cumplido y un modesto pasar de proletario. Aun quedan algunos ejemplares de tal especie perdidos por los pueblos, sobre todo en España, como individuos supervivientes de una fauna que está en trance de extinguirse. Y, sin embargo, esa humilde profesión hipocrática, tan vecina de la del sacerdote, cuando el sacerdote es bueno, es la expresión más eficaz de nuestro arte, y por ello tendrá que renacer, para bien de los sanos y de los enfermos, aun cuando adopte modalidades más a tono con la vida actual. La Medicina, como ciencia, ha progresado en proporciones increíbles. Como profesión, ha retrocedido a la retaguardia de los más inconfesables profesionalismos. Y digo esto sin demasiado rubor; porque si hay médicos libres de tan grave pecado, por lo menos colectivamente, son, sin duda, los médicos españoles.
La causa de este retroceso ético de la Medicina contemporánea ha sido el excesivo crédito que hemos dado a las ciencias positivas; o de otro modo, la excesiva valoración que nosotros, como los demás hombres, hemos acordado a los técnicos. Si la Medicina es un simple manejo de técnicas, como con necia vanidad hemos llegado a creer, está explicada la actitud profesionalista, que en el fondo es siempre lo mismo: exigencia excesiva de derechos y tacañería en el rendimiento de deberes. El médico clásico no hubiera podido anunciar en los periódicos, como se anuncian las corrientes eléctricas, que daría un consejo entrañable a quien esté dolorido; ni hubiera podido evaluar en una factura este consejo. Pero si resulta que la enfermedad es sólo un desperfecto que se diagnostica con una técnica hábil y se cura con otra, entonces cabe la propaganda y la estimación material de la Medicina como la de una instalación de motores.
Sin embargo, a medida que se aclara el misterio de las enfermedades; a medida que nuestros medicamentos se alejan del empirismo primitivo y se convierten en métodos científicos y, a veces, aproximadamente exactos, los médicos nos damos cuenta de que hay un margen en torno de cada trastorno, incluso del más orgánico, que sólo se deja atacar por la brecha ideal y misteriosa de la sugestión y que cada médico, aun sabiendo las mismas cosas y empleando las mismas recetas que los demás, lleva consigo una cantidad específica de energía curativa de la que él mismo no se da cuenta y de la que, en definitiva, depende su eficacia tanto como de su experiencia y de su ilustración.

LA ESENCIA DE LA VOCACIÓN
Y esta fuerza, que no creo que deba llamarse extracienctífica, depende en último término de una sola cosa: del entusiasmo del médico, de su deseo ferviente de aliviar a sus semejantes; en suma, del rigor y de la emoción con que sienta su deber. En esto consiste, si bien se mira, la vocación, tan precisa para las profesiones que ahora comentamos –la Medicina o la Milicia–: en una emoción primordial del deber, con detrimento de los posibles derechos. Eso es mucho más importante que el problema de la aptitud, en el que la gente ligera localiza la vocación. La aptitud se adquiere –salvo excepciones rarísimas– aun cuando se carezca de ella por completo, al calor de la emoción ética. Todos los hombres servimos para casi todo, en cuanto lo queramos con irrefrenable voluntad. La vocación es una cuestión de fe y no de técnica. Por eso la vocación por antonomasia es la religiosa, en la que no se requiere aptitud alguna, fuera de la entusiasta inclinación.
Hoy se habla mucho de la «falta de vocación» que aleja a los jóvenes de las actividades no directamente ligadas con un inmediato interés; por ejemplo, de la investigación científica. Los laboratorios empiezan a encontrar tanta dificultad para reclutar adeptos como los seminarios religiosos. Y cuando nos preguntamos cuáles son las causas de esta pérdida de la vocación, encontramos la respuesta en el mismo fenómeno representativo que estamos examinando: en la falta de emoción del deber; en el ansia de gozar de los derechos profesionales con olvido de la necesaria contrapartida del sacrificio por los altos ideales, por la verdad, por el bien de los semejantes.


El que todo lo anterior lo dijera Gregorio Marañón no nos obliga a estar de acuerdo completamente, pero está claro que hay profesiones en las que el binomio deberes-derechos está más basculado hacia el primer término. Sin que ello quiera decir que haya que poner obstáculos, por tierra o por aire, al desempeño de los deberes; que se dificulte la percepción bien por ruido, o por deslumbramiento; que se abandone, sin más, lo que ya no nos sea útil; que, en fin, no dejemos en el ejercicio de la profesión, un reflejo nuestro.

En definitiva, que no debe faltar el “SÍ”.

Créditos:
Transcripción parcial (pp. 46-49) del ensayo Los deberes olvidados, de Gregorio Marañón, recogido en Raíz y decoro de España, según edición en la colección Grandes pensadores españoles, colección de kiosco actualmente en curso, editada por Planeta DeAgostini.
Fotografías del Nuevo Hospital La Fe, Univesitario y Politécnico, en Valencia, de enero a marzo de 2011, del autor.

2 comentarios:

  1. Qué maravillosa forma de redactar cultivaba Marañón.

    Aporte de la medicina al comienzo del siglo XXI,
    el médico abortista. ¿Vamos progresando, o no?.

    Un saludo

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  2. Sí, pero espera a que traiga aquí el tema de su segundo ensayo.

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