miércoles, 24 de agosto de 2011

Leyendo películas: Cuestión de cambiar de ritmo

Hoy, 22 de enero [de 1933], los nazis hicieron una manifestación en la Büllowplatz, ante la casa de Kart Liebknecht. En el curso de la semana pasada, los comunistas habían intentado que la manifestación se prohibiese: alegaban que no pasaba de ser una provocación; y, por supuesto, tenían razón. Fui a presenciarlo todo en compañía de Frank, corresponsal de prensa.
Como Frank mismo dijo posteriormente, no era una manifestación nazi en absoluto, sino una manifestación de la policía: había por lo menos dos policías por cada nazi presente. Quizá el general Schleicher permitió que se celebrara el desfile únicamente para demostrar quiénes son los auténticos amos de Berlín. Todo el mundo dice que va a proclamar una dictadura militar.
Pero los verdaderos amos de Berlín no son la policía ni el ejército, ni tampoco los nazis, ciertamente. Los dueños de la ciudad son los trabajadores. A pesar de toda la propaganda que he oído y leído y de todas las manifestaciones a que he asistido hasta hoy no me he percatado de este hecho. Entre los cientos de personas que rodeaban la Büllowplatz, pocas podían haber sido comunistas organizados, y sin embargo daba la impresión de que cada individuo estaba unido con los otros en contra de la marcha. Alguien empezó a cantar la «Internacional», y un instante después todos la entonaban, incluso las mujeres con bebés que se habían asomado a las ventanas de los pisos más altos. Los nazis pasaron por delante, desfilando tan aprisa como saben hacerlo, entre una doble hilera de protección. La mayoría no apartaba los ojos del suelo o miraba perdidamente al frente; unos cuantos ensayaban sonrisas forzadas, muecas furtivas. Cuando la procesión hubo pasado, un viejecillo gordo de las SA, que por una u otra razón se había rezagado, recorrió jadeante la doble hilera, muerto de miedo por haberse quedado solo y tratando en vano de alcanzar al resto. La muchedumbre entera se rio de él.


Con música de John Kander, canciones de Fred Ebb, y libreto de Joe Masteroff, se estrenaba en Broadway, en la temporada de 1966, el musical Cabaret, cuyo éxito (más de 1.100 representaciones, varios e importantes premios Tony, y un Grammy para su grabación en disco) culminó en 1972 adaptado por Jay Allen en forma de película bajo la dirección de Bob Fosse. Tanto ésta como aquél tienen su inspiración y referencia en la obra de Christopher Isherwood Adiós a Berlín.

Hace casi tres años traje a estas páginas una anotación en la que comentaba una escena de la película Cabaret: un joven muchacho inicia un himno de estilo patriótico en la terraza de albergue rural, ante una amplia y variada clientela. El muchacho, integrante de las juventudes del Partido Obrero Nacional Socialista, consigue que práctica totalidad de la clientela se incorpore al fervor patriótico (y político) de la canción.



Como puede verse, la coincidencia entre la obra literaria y la musical y cinematográfica no puede decirse que sea exacta.

Sólo ha transcurrido una semana desde que escribí lo que antecede. Schleicher ha dimitido. Los monóculos hicieron lo que debían. Hitler ha formado un gabinete con Hugenberg. Nadie cree que pueda durar hasta la primavera.

Mañana me voy a Inglaterra. Volveré dentro de unas semanas, pero solamente para recoger mis cosas antes de abandonar Berlín definitivamente.
La pobre Fräulein Schroeder está inconsolable.
- Nunca volveré a encontrar un caballero como usted, Herr Issyvoo… Siempre tan puntual con el alquiler… No acierto a comprender lo que le impulsa a marcharse de Berlín así, tan de repente…
No serviría de nada explicárselo o hablar de política. Ya se está adaptando a mi partida del mismo modo que se adaptará a todo nuevo régimen. Incluso esta mañana la he oído hablar del «Führer» reverentemente con la mujer del portero. Si alguien le recordara que en las pasadas elecciones de noviembre votó a los comunistas, probablemente lo negaría ardientemente y con la mayor buena fe. Se limita a aclimatarse, de acuerdo con una ley natural, como un animal que cambia de piel en invierno. Miles de personas como Fräulein Schroeder se están asimismo aclimatando. Después de todo, sea el que sea el gobierno que detente el poder, están condenados a vivir en esta ciudad.
Hoy brilla un sol resplandeciente; el tiempo es benigno y cálido. Salgo sin abrigo ni sombrero a dar mi último paseo matutino. El sol brilla y Hitler es el dueño de la ciudad.


Exacta no, pero era cuestión de esperar unos meses.

Créditos:
Extractos del capítulo Un diario de Berlín (Invierno de 1932-33), último de Adiós a Berlín, de Christopher Isherwood, según la traducción de Jaime Zulaika, publicada por Argos-Vergara en 1981 (pp. 216-217,218 y 221-222).

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