viernes, 11 de noviembre de 2011

Hacer de su capa… dos

El soldado estaba haciendo la ronda de guardia durante una noche del frío invierno del año 338. Suficientemente abrigado por la capa que le protegía del frío, y que de tan apretada que la llevaba apenas le permitía respirar en medio del gélido viento, el soldado avanzaba lentamente, lastrado por insistentes pensamientos acerca de una extraña filosofía que esa misma tarde le habían comentado.

La víspera, un nuevo centurión se había incorporado a su unidad, procedente de las lejanas tierras de las fronteras de Siria. Durante el escaso tiempo que llevaba en Samarobriva, en la Galia Bélgica, había dado buena relación del exotismo de aquellas lejanas (y cálidas) tierras. Pero lo que más impresionó al soldado fue lo que contó acerca de un viajero que procedía de remotas tierras, más allá del Indo, más allá de las junglas que se encuentran allí, más allá de las grandes montañas que se elevan hasta superar todos los límites del cielo.

Ese viajero habló de una extraña filosofía, y una frase que la ilustraba era algo así como: «Si das un pez a un pobre, comerá un día; si le enseñas a pescar, comerá toda la vida».

Mientras avanzaba, con estos pensamientos, en su ronda, Bóreas, el viento del norte, intensificó su violencia, y el frío se hizo mucho más presente. Una racha de viento más fuerte de lo habitual le hizo girar la cabeza para proteger sus ojos, lo único de su rostro que mantenía al descubierto. Coincidió el momento con el avance de las pocas nubes que había en el cielo, iluminando la luna llena una curva del río y una pequeña franja de terreno entre éste y la muralla de la ciudad. Y ahí, avanzando pesadamente, una persona intentaba buscar cobijo junto a los muros, sin ninguna esperanza, dado lo avanzado de la noche, de encontrar una poterna abierta por donde escapar de la muerte que, entre ráfaga y ráfaga, se le iba acercando.

El soldado se detuvo, desanduvo parte de la ronda efectuada, bajó del muro, y se llegó a la poterna que abría el paso hacia el río. Consiguió desplazar los cerrojos a pesar del frío que se había acumulado en esas piezas de metal; una nueva ráfaga de viento hizo batir violentamente la hoja de la puerta contra el muro, no siendo sino un milagro lo que impidió que el soldado quedara aplastado con el golpe.

Aseguró la puerta, y salió a ayudar al desamparado, probable viajero accidentado, supuso, aunque ya cerca de él comprobó que sólo se trataba de un pobre más, un mendigo que se cubría malamente con algo que ni siquiera podía calificarse como harapos.

El soldado, recordando lo que había comentado el centurión, mientras ayudaba a caminar al pobre, comenzó a explicarle cómo debía negociar con los pastores por la lana de sus ovejas; cómo debía trabajar los vellones; cómo debía hilarlos y tejerlos para conseguir así finalmente una adecuada prenda de abrigo para esas ocasiones.

Sin embargo, se dio cuenta de que, aún estaban los vellones en el campo, sin recoger, cuando el pobre le miró, y se desvaneció.

El soldado, entonces, decidió que ya estaba bien de filosofías, se desprendió de la capa, abrigó al pobre con ella, y consiguieron cruzar la puerta y entrar en la ciudad.

Una vez a salvo de las ráfagas del viento del norte, el soldado dividió la capa en dos partes, manteniendo en una de ellas lo mínimo que el reglamento le obligaba en virtud de las insignias del cargo, y entregó el resto al pobre, disculpándose por no disponer de algunas monedas con que acompañarlo, pues el frío del día le había supuesto hacer un reparto de limosnas superior al habitual.

Una vez cerrada la poterna, el soldado se volvió hacia el mendigo para indicarle que, no obstante, al día siguiente lo buscaría para ayudarle en lo que pudiera. Sin embargo, el mendigo ya no estaba ahí.

Entonces el soldado se dio cuenta de que no estaba solo, y nunca lo estaría.

Créditos:
Fotografía de la estatua de San Martín compartiendo la capa con un pobre, en la fachada principal de la Iglesia de San Martín, en Valencia (restaurada en 2009), en octubre de 2011, del autor.

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