sábado, 31 de diciembre de 2011

Alit lectio: La maestra de las crónicas

Una joven profesora llegó por primera vez a un instituto para comenzar su oficio, llnea de dudas que, más o menos, se fueron disipando; de temores, que en muchos casos se mostraron fundados; de ilusiones que, según las circuntancias, se vieron alcanzadas.

Los profesores ya estaban saliendo por la puerta, mirándose los unos a los otros y poniendo los ojos en blanco en señal de complicidad. Les acababan de endosar el enésimo problema, como las lecciones de educación sexual, la supervisión de las excursiones escolares o la organización de las campañas de recogida de alimentos enlatados y los consursos de baile.

Por eso no es de extrañar que en ocasiones, la joven profesora tenga deseos de dejar la educación, como cuando visitaron una figuración de una antigua colonia de la Nueva Inglaterra del siglo XVII:
- Si no veis a nuestros jóvenes, es porque han de trabajar. Aquí nadie descansa –dijo el gobernador Bradford con convicción.
«¡Magnífico!», se dijo  la señorita Hempel, admirada por el aplomo y la convicción del actor.
Sin ninguna duda, el gobernador Bradford era dueño de sí mismo. Ya hubiera querido ella ser capaz de hacer una representación semejante. Ay, si ella fuera una colona, pero ¿por qué no? Esas cosas se podían aprender: coser un jubón, convertir la grasa en jabón, limpiar una granja de estiércol. Decir cosas como: «me retiro a mis aposentos», «acaso no veis» y «Dios mediante». Al guiar al curso de séptimo hacia el autocar, con una mueca de disgusto ante los mosquetes de madera que se habían comprado en la tienda de recuerdos, mientras les recordaba que guardaran bien las notas que habían tomado en la colonia, se planteó la posibilidad de convertirse en una de las actrices del asentamiento. Cuando volviera a casa enviaría una carta a la Plantation.

… aunque:
Mientras el autobús zumbaba por la autopista, la señorita Hempel iba adormilada sobre el cristal de la ventana, pensando en Plimoth, pero cuanto más se imaginaba a sí misma trabajando de colona, más ganas le entraban de irse a cualquier otro sitio. Cualquier lugar donde las moscas no se arracimaran en la comida, donde los vestidos no fueran de tela de saco, y donde no tuviera que pasarse el domingo entero sentada en un incómodo bando de madera, oyendo sermones. Un sitio limpio, civilizado, que oliera bien, y donde todo lo que palpara le resultara agradable al tacto. De hecho, ella quería irse a… ¡China!

Y es que el libro mezcla y encadena las vivencias profesionales de la señorita Hempel, con sus experiencias propias, y sus recuerdos infantiles y de la adolescencia, y familiares, en este caso, el hecho de que su madre es de origen chino (“Tu abuela se acuerda de todo eso mucho mejor que yo –le había dicho su madre–. Mejor que se lo preguntes a ella”).

La señorita Hempel no la habría descrito como destrozada, ni creía que la propia señorita Duffy hubiera usado jamás esa palabra, porque la palabra «destrozada» implicaba un sufrimiento atroz, ¿no? Y una profesora no tenía tiempo para esas cosas. El plan de estudios avanzaba implacablemente: el paso atropellado de una unidad a la siguiente, los egipcios fundiéndose con los griegos, el borrón de las tachaduras y las notas escritas a mano en los exámenes, el calor de la fotocopiadora, los comentarios de texto corregidos en un autobús, la noche eterna de las reuniones de padres y profesores, la cuenta atrás previa a las vacaciones y el tonto placer animal del descanso. Se podía ser bastante infeliz sin llegar a tener la menor sospecha. (…)
Había una salida, una salida honorable y digna. Lo único que tenía que hacer era sufrir un accidente terrible.
Pero entonces le vaciarían la mesa y todos sus secretos saldrían a la luz: el par de medias rotas y sucias que se había dejado tiradas hacía meses; las fotos descriptivas que tardó tanto en corregir que acabó asegurando haberlas perdido en la lavandería; la bolsa abierta de Doritos. Y, vergüenzas aparte, tenía una serie de responsabilidades: las finales de voleibol estaban a la vuelta de la esquina. ¿Y quién se iba a ocupar de llevar los tanteos? Tendrían que buscar a otra persona que se encargara de organizar las reuniones semanales del club de lectura femenino y otra tutora de la asamblea escolar del Día de la Diversidad. ¿Y quién iba a terminar de corregir los trabajos sobre Matar a un ruiseñor, siguiendo el bizantino sistema de notas que se había inventado?
Lo cierto es que no había nadie capaz de hacerlo.

En fin, nada que no se pueda solucionar con organización:
Entonces la señorita Hempel cayó en la cuenta, con espanto, de que había olvidado repartir los impresos de permiso paterno para la visita al planetario de la semana siguiente. Solo faltaban tres días, cosa que no suponía un problema para los alumnos organizados, pero sí con esos niños a los que siempre había que dar la lata para que hicieran las cosas. Tendría que recurrir a algún incentivo: ¿dejarles salir antes?, ¿prometerles un helado?

La novela se estructura en ocho capítulos o relatos, cada uno con un tema principal al que de alguna manera consigue responder el título del mismo con sólo una palabra. Empieza con Talento, y con Encontronazo:
Muchos años después, Beatrice se dirigía a ver unos árboles (…)
Varios metros por delante de ella, caminaba una chica (…)
En ese preciso momento, la chica se dio la vuelta.
- ¡Señorita Hempel! –dijo con voz algo dubitativa.
Hacía siglos que nadie la llamaba así.
- Sophie –dijo ella, atónita al reconocer a la persona que tanto le había dado que pensar.
Parecía imposible que aquella mujer risueña hubiera estado alguna vez encallada en el séptimo curso de un colegio. Era Sophie Lohmann.. Por muchos años que pasaran, jamás olvidaría los nombres de sus alumnos. Los llevaba tallados para siempre en algún lugar indeleble.
(…)
¿Qué más salía a flote de los extraños sedimentos de la memoria? El perfume dulzón de Sophie la estaba mareando un poco. En cuanto a su trabajo escolar, no recordaba ni un solo detalle, aunque era posible que fuera una de esas alumnas que hacían los trabajos de literatura con la portada más esmerada que el interior.

… el octavo relato, lógicamente, finaliza:
- He colgado los libros – declaró la señorita Hempel con sencillez.
Esto pareció incomodar a Sophie, que alzó las cejas.
- ¿Y cree que la dejarán volver, si quiere?
(…)
- No me apetece nada volver, así que no pongas esa cara de preocupación. Me gusta lo que hago.
(…)
- Pues me alegro por usted –dijo por fin.
(…)
- Anda, anda –dijo la señorita Hempel–. Que ya no soy tu profesora.
(…)
- ¿Eso significa que te puedo llamar Beatrice y de tú? –preguntó Sophie.
Y Beatrice le dijo que sí, poniendo fin a su nostálgica evocación, porque la desdeñosa niña de los hoyuelos –es decir, la persona auténtica– ya no existía. En su lugar estaba aquella mujer tan joven y tan limpia.

Aunque:
El caso es que al hablar de ti, todos seguíamos llamándote señorita Hempel. ¡Como si fuéramos unos niños pequeños! (…) Pero eso es lo curioso del tema, que para nosotros siempre serás la señorita Hempel. Toda la vida.
Beatrice no dijo nada, pero sonrió de oreja a oreja.

Pues, básicamente, esto es lo que se cuenta, y en mi opinión muy bien ajustado en el tempo, en Las crónicas de la señorita Hempel: toda la vida.

Créditos:
Portada y extractos de Las crónicas de la señorita Hempel, de Sarah Shun-lien Bynum, según traducción de Gabriela Bustelo, en edición de Libros del Asteroide (pp. 76, 161-163, 170, 183-185, 196, 237-240, 246-249, 257).

2 comentarios:

  1. Aún no la he leído, aunque en mi programación debería haberlo hecho antes de acabar el 2011. Sin embargo..., está al caer, está al caer.

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  2. Vaya, S.Cid, me suena a eso de "Seño, es que no he tenido tiempo....".
    No sabía que fuera contagioso ;-)

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