martes, 31 de diciembre de 2013

¿Entren sin llamar?

Una noche de invierno, afilada de escarcha, un tumulto sorprendente alarmó a los centinelas. En la orilla derecha del Rhin se agitaban confusamente unas masas; se oían gritos roncos, chirridos de carros, caminar de muchedumbre. Las armas relucían a la luz de la luna. Hacía mucho frío. ¿Acaso había llegado la hora que desde hacía tanto tiempo se temía? Por si así sucedía, los legionarios de Roma y los federados Francos –una débil cortina–, acudieron a sus puestos de combate. El río estaba ya lleno de caballos que lo cruzaban nadando, de pontones repletos de hombres, y de troncos de árboles a los cuales se aferraban los guerreros. Había comenzado el ataque, la gran avalancha de la oleada bárbara. Los Vándalos, los Alanos, los Suevos y todo un amasijo de tribus rapaces habían hallado el punto débil, un sector fronterizo casi vacío. ¿Qué podía hacer la defensa? Fue arrollada, exterminada; cedió. Y cuando alboreó el día, el Imperio, que todavía dormía, estaba ya en poder de aquellas hordas, cuyas inagotables oleadas habían de abatirse sobre sus tierras y a las cuales nada iban a detener ya.
Tal es la imagen, novelesca cien por cien, y, sin embargo, estrictamente histórica, con la cual ha solido representarse ese acontecimiento de incalculable alcance que se llama «las Grandes Invasiones». Ocurrió la noche del treinta y uno de diciembre del año 406, en las proximidades de Maguncia, y todo el Norte de las Galias fue efectivamente barrido, devastado, recubierto, por aquella salvaje marea, por aquella «tromba étnica» como la llama Ferdinand Lot. Pero nada sería más falso que reducir a este trágico cuadro aquel hecho, de lejanas raíces y de múltiples desarrollos, que fue la entrada de los Vándalos en el Imperio. La perforación renana no fue más que un episodio entre muchos otros, y, sin duda, no el más decisivo.

La avalancha tuvo muchas razones: la necesidad de abandonar las tierras amenazadas, la huida hacia delante ante un peligro terrible, la atracción de aquellas hermosas tierras llenas de sol y de riqueza, el deseo de imitar a sus congéneres ya instalados allí como colonos o como federados, la pasión violenta de la guerra y de la conquista que dormía en el fondo de las almas Germánicas, y, sin duda, también aquel poético sentido de la aventura que unos héroes jóvenes y resplandecientes podían correr en un universo de encantos, de victorias y de catástrofes, cuyos episodios habían de fijar, ocho siglos más tarde, la epopeya de los Nibelungos. Pero, paralelamente a esa causa, han de añadirse también otras, que no fueron imputables a los Bárbaros, sino al Imperio; y que fueron aquellas intrigas cortesanas que se llevaron hasta la traición, como la del Primer Ministro Rufino, que arrojó a los Visigodos sobre Italia; o quizá (pues en todo caso se sospechó de él), la del Conde Bonifacio, que abrió África a los Vándalos de Genserico; las rivalidades personales existentes entre los Generales «Romanos», aquellos Bárbaros mal barnizados; la complicidad de las tribus ya instaladas; y, más sutilmente, la connivencia moral de una misma parte del pueblo civilizado, y aquella especie de fatal invitación que la debilidad dirige a la fuerza bruta para que la reduzca y la lleve a su fin. Del mismo modo que un cuerpo humano gastado por la vejez llama a las enfermedades, el Imperio, hacia el año 400, llamaba a los Bárbaros.
Vinieron, en efecto. Y llegaron no sólo como estaban todos habituados a verlos antaño, es decir, como soldados más o menos encuadrados, sino por tribus enteras, con mujeres y niños, con carromatos, carretas de bagajes, caballerías de reserva, animales y rebaños. El término exacto para designar aquel fenómeno, mucho más que la palabra española invasión que hace pensar, sobre todo, en la entrada de un ejército en un país, sería el alemán Volkerwanderung, migración de pueblos. Lo que el universo mediterráneo había conocido más de mil años antes de nuestra Era, cuando los Invasores Arios, Griegos y Latinos, habían asaltado los viejos Imperios, se reprodujo a partir de fines del siglo IV. Se reprodujo, no: pues aquello fue una ola más en la gran marea Aria, la última que hasta la fecha ha conocido la Historia -lo que no quiere decir fuera la última que haya de conocer.

Podemos ver que no impide las migraciones el hecho de que las fronteras sean ríos como el Rin o el Danubio, o… (el subrayado es mío) el Mediterráneo en Lampedusa,… o la tierra en Ceuta y Meilla.

Créditos:
Extractos de los apartados Barbarie y Las etapas del drama, del capítulo II El huracán de los Bárbaros y los diques de la Iglesia, en el Tomo III La Iglesia de los tiempos bárbaros, de la obra de Daniel Rops, Historia de la Iglesia de Cristo, tomados de la edición especial realizada para Círculo de Amigos de la Historia, en 1970 (pp. 45 y 50-51), de la biblioteca del padre del autor.

3 comentarios:

  1. Caramba, no conocía esa historia. Menuda manera de acabar el año tuvieron los del 406. Y que estrecho se me hace el Mediterráneo, habrá que poner una verja como las de Ceuta y Melilla que así seguro que no se pasa ;-)

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  2. Caramba, no conocía esa historia. Menuda manera de acabar el año tuvieron los del 406. Y que estrecho se me hace el Mediterráneo, habrá que poner una verja como las de Ceuta y Melilla que así seguro que no se pasa ;-)

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  3. Bienvenido, shingouz, y gracias por el comentario.
    Otra versión del momento habla del Rin helado, y cruzando los bárbaros sobre el hielo.
    El verdadero problema de las migraciones es que muchos pasan... del problema.
    Un saludo.

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